Todos los padres son adoptivos...

Cada vez me convenzo más de la razón que tenía Péguy al asegurar que «los grandes aventureros del siglo XX son los padres de familia». Efectivamente: cuando hace cuatro siglos un hombre sentía ardiente su corazón, dejaba atrás todas sus cosas, se embarcaba en un viejo galeón, llegaba a las Américas, cruzaba montes y cordilleras y descubría un nuevo mar o conquistaba una nueva nación. Hoy, ese mismo hombre de corazón quemante emprendería otra conquista no menor: buscaría una mujer, se casaría con ella, se atrevería a tener un hijo. No precisaría para esto menos dosis de valentía que el viejo conquistador.

Tengo, por ello, una casi infinita admiración hacia todos los padres de familia, y no puedo evitar el reírme un poco cuando la gente pondera el «heroísmo» del celibato. Cualquier persona adulta sabe que la renuncia al uso de la sexualidad es mucho menos cuesta arriba que la mayor parte de las adversidades humanas. Y la aceptación de la soledad, aunque amarga, no lo es excesivamente si se logra convertirla en fecunda. En todo caso, todo ello exige infinitamente menor coraje que el de vivir una paternidad o una maternidad enteras. 

El problema está en que, desgraciadamente, en nuestro mundo hay muchos progenitores y no demasiados padres.

Voy a ver si me explico. Escribo este comentario tras de leer y rumiar un texto de una famosa psiquiatra francesa - Francoise Dolto -, que escribe: «Tres segundos bastan al hombre para ser progenitor. Ser padre es algo muy distinto. En rigor sólo hay padres adoptivos. Todo padre verdadero ha de adoptar a su hijo.» 

La idea no es demasiado nueva. Ya Schiller lo gritaba en uno de sus dramas románticos: «No es la carne y la sangre, sino el corazón, lo que nos hace padres e hijos». Y no hace mucho el autor de un libro de educación dedicaba su obra «a quienes se creen que son padres por el mero hecho de haber traído hijos al mundo». 

Líbreme Dios de infravalorar esa maravilla de prestar a otro ser la carne y la sangre. Ayer mismo me sentí temblar todo entero al encontrarme con Pilar, que llevaba orgullosa su barriguita abultada de maternidad incipiente. Pero esto no me impide descubrir que la verdadera paternidad y maternidad no puede reducirse al milagro de unas células humanas que se encuentran y se funden, sino que reposa, sobre todo y fundamentalmente, en la larga cadena de amor que empieza mucho antes del engendramiento y no termina nunca en un padre y una madre verdaderos. 

Me he preguntado a mí mismo muchas veces: ¿Yo amo a mis padres porque soy hijo suyo o más bien soy hijo suyo porque les amo? ¿Y mis padres me amaron porque yo era hijo suyo o se hicieron mis padres porque me amaron? 

Las dos preguntas son magníficas y enormes y no voy a ocultar que yo, en los dos casos, me inclino a afirmar las segundas partes: el amor es la fuente de todo, no una consecuencia de la fisiología. Somos padres e hijos en la medida en que amamos. Con lo que toda paternidad y filiación no surgen de la casualidad, sino de la libre elección de un amor constantemente confirmado

En este sentido es cierto que todos los padres son en rigor padres adoptivos. La paternidad fisiológica fue sólo un comienzo. Es el amor reiterado miles de días y docenas de años lo que forma y constituye la paternidad verdadera. 

A esta luz entiendo no pocos de los conflictos entre padres e hijos, un mal que desgarra hoy a millones de seres humanos. Un mal que no es de hoy: me basta poner los ojos en la historia de la literatura para recordar esa montaña de obras teatrales que han enfrentado a los hijos con los padres, una historia que empieza con el choque brutal entre Ifigenia y Agamenón y llega al paroxismo entre los hermanos Karamazov y su bestial progenitor. Kafka y Freud elevarían este drama hasta las estrellas. 

Pero se diría que esa «alta tensión» entre padres e hijos fuera un drama especialmente moderno. Lombardi aseguraba que el problema actual estaba en que los hijos eran, en realidad, nietos de sus propios padres, como si hubiera sido tragada una generación y se registrara hoy entre un hijo y su padre la distancia que hace medio siglo había entre un nieto y su abuelo. 

Mas yo temo que el drama radical está en que el mundo moderno, igual que ha conocido una «aceleración de la historia» - en el sentido de que en el último siglo los modos de vivir y de pensar han cambiado más que en los diecinueve anteriores – está conociendo una «aceleración del egoísmo». La tan positiva recuperación de la propia personalidad de cada ser, con la también positiva revalorización de la libertad individual, está teniendo la feroz contrapartida del declive de la aceptación del prójimo, incluso del más querido. Me temo que estemos pagando el progreso material a un precio demasiado alto: o amamos menos o amamos peor. 

¿Estoy queriendo decir que en todo conflicto entre padres e hijos hay falta de amor por una de las dos partes o por las dos a la vez? No diré yo que siempre -porque también está ese terrible misterio de la libertad humana-, pero sí que en un 99 por 100 de los casos. 

Diré más: donde hay amor, el conflicto no puede ser durable. Creo apasionadamente que es cierto aquello de la Biblia: «El amor es más fuerte que la muerte». Un padre que no cesa de adoptar a su hijo con su amor, tendrá siempre a un hijo que terminará por serlo. 

Esa es la razón por la que yo admiro tanto a esos verdaderos padres que saben que nunca se termina de engendrar lo ya engendrado. Ésa la causa por la que lo que más me gusta del sacerdocio y también del periodismo es poder ser padre de muchas almas. Esa es también la clave de por qué siento un poco de envidia hacia toda paternidad: porque recuerdo aquello que escribió Francis Bacon: «Los hijos aumentan los cuidados de la vida, pero – al llenar la vida – atenúan el recuerdo de la muerte».

Autor: José Luis Martín Descalzo, "Razones".

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